Si los ojos son la ventana del alma, ¿el historial de búsqueda de Google es una ventana de qué? ¿De nuestros juanetes y forúnculos? Un vistazo a las últimas búsquedas en internet de mi novio hizo tambalear nuestra ya precaria relación. Este es un cuento con moraleja tanto para el corazón como para el navegador.
Fui a casa de mi novio un sábado por la mañana. El plan era armar un rompecabezas con el que habíamos jugueteado durante meses sin poder avanzar mucho. El rompecabezas no era el típico cuadro de Monet ni un paisaje de postal, sino un degradado de colores que pasaba del rojo al naranja. Mi novio, un diseñador 3D que vestía camisas con estampados bobalicones, pertenecía al público meta de ese rompecabezas.
Como era de esperar, el rompecabezas de color degradado era todo un reto. Incluso montar los bordes exteriores resultó ser una tarea que superaba nuestro nivel de habilidad. Con uno de sus pódcast de NPR como sonido de fondo, sosteníamos las piezas bajo la luz de una lámpara de escritorio, cuestionando nuestra capacidad para discernir entre las tonalidades. Yo me preguntaba sobre la naturaleza del color. ¿Qué era el rojo? ¿Qué era el naranja? ¿Dónde acaba uno y empieza el otro?
El rompecabezas era una metáfora adecuada de nuestra relación, pues nunca sabía qué éramos ni cómo avanzar. Con una sensación de fatalidad, me quedaba mirando las piezas de nuestra tensa conexión, girándolas 90 grados, deseando que encajaran en maneras que no encajaran.
Descubrí que me consideraba su novia cuando otra persona se lo preguntó. Tenía la política de contestar siempre las llamadas de su abuela, lo cual hizo que me encariñara con él desde el principio.
“¿Cómo está tu novia?”, la oí preguntar a través del auricular.
Me llevé la mano al pecho y jadeé. Si le hubiera preguntado directamente por el estado de nuestra relación, quizá habría cambiado de tema y luego me habría evitado durante días. Le gustaba utilizar la idea del compromiso para parecer más estable ante su familia, pero a mí no me hacía parte de eso.
Un día, después de preguntarle: “¿Qué somos?”, estuvimos un mes sin hablarnos. Tenía citas con otros hombres, pero siempre me interesaba más salir con él, aunque nuestra relación, de un modo frustrante, no estuviera definida. En lugar de tomármelo como una señal de desinterés, lo racionalicé.
Él había vivido en su infancia experiencias de abandono que le habían asustado con respecto a las relaciones. Aunque me solidarizaba con él, eso no excusaba el hecho de que él, un hombre de veintitantos años, no fuera capaz de sostener una conversación sobre sexo o sentimientos y al mismo tiempo hacer contacto visual. Para mí, él era un rompecabezas. Aunque era inusualmente difícil de resolver, como el rompecabezas del degradé, yo estaba decidida a lograrlo.
Tras una hora mirando las piezas rojas y naranjas sueltas, le sugerí que buscáramos consejos en internet. Fuimos a su escritorio de pie, que él mismo había hecho con una puerta vieja, y abrió Google.
Cuando empezó a tipear “cómo resolver un rompecabezas”, lo que apareció bajo el cursor parpadeante fue una búsqueda reciente, una que hizo que mi corazón diera un vuelco: “Cómo romper con alguien que no te atrae”.
Sentí como si me hubiera caído un piano en la cabeza, pero no grité ni lloré. Siguió tecleando como si nada.
Mi primer impulso fue suponer que no se trataba de mí. ¿Quizá había hecho esa pregunta para un amigo? Pero era un pensamiento desesperado.
Hizo clic en un video de una diseñadora gráfica, pero esta se limitaba a armar el rompecabezas —el suyo era blanco y negro—, no a explicar cómo podríamos hacerlo nosotros. Esperé y observé en silencio, pasándome las uñas mordidas por los muslos desnudos hasta que me disculpé para ir al baño.
Cuando me iba, me acarició el brazo casi con ternura. Era como si me estuviera probando para ver si me había dado cuenta de las pruebas incriminatorias de su pantalla. Ese acto me dio aún más ganas de escapar. No podía decidir en su presencia qué hacer con la situación.
El espacio cerrado del cuarto de baño me permitió ordenar mis pensamientos y establecer la voluntad de enfrentarme a él. No seguiría como si nunca hubiera ocurrido. Esa no era la mujer que yo quería ser. Ya era mayorcita, me dije. Podía manejar cualquier rumbo que tomara la conversación.
Aun así, me tomé mi tiempo para echar un vistazo a su cuarto de baño. Recordé la primera vez que visité su casa casi un año antes. No debe haber esperado invitarme a su casa, porque había dejado un tubo abierto de base de maquillaje sobre el lavabo. Mi novio vivía solo, así que sabía que le pertenecía. ¿Quizá lo usaba para ocultar sus cicatrices de acné?
En cualquier caso, ya no había maquillaje de color beige. Estaba claro que en algún momento había decidido que no merecía la pena enmascarar sus defectos por mí.
Cuando salí del baño, intenté volver al salón con la cabeza en alto.
“Oye, ¿puedo preguntarte algo?”, dije, casi con demasiada alegría. Seguía sentado en su sillón giratorio negro, con los hombros caídos, con cara de impotencia. Me senté en su sofá y le conté lo que había visto. Me detuvo antes de que pudiera preguntarle de qué se trataba.
“Sí, sí”, dijo. “Siento que te hayas enterado así”.
Al oír esa confirmación de lo peor, me quedé demasiado sorprendida para responder.
Continuó explicándose. Había estado buscando consejos sobre si debía ser sincero sobre su falta de atracción sexual hacia mí. Había tenido la intención de romper conmigo el día anterior durante nuestro paseo por el parque, pero acabamos teniendo una conversación tan agradable que le faltó valor.
Reflexioné sobre cómo, cuando volvimos del paseo, le preparé la cena mientras él miraba. Había comentado lo sensuales que se veían mis piernas. Una vez más, las piezas del rompecabezas no encajaban.
La conversación fue incómoda y dolorosa para mí, pero también excepcionalmente reveladora. Por la manera en que hablaba de nuestra relación, me di cuenta de lo mucho que había ocultado de sí mismo y, una vez revelados esos secretos, de lo profundamente incompatibles que éramos. Le dije que podría haberlo amado, y empezó a llorar.
Hacía poco que había releído El arte de amar, de Erich Fromm, y me había consolado con la idea de que el amor tenía que ver más con mi capacidad para darlo que con la valía de otra persona para recibirlo. Pero él, aún aferrado a la idea de encontrar a la “chica de sus sueños”, no estaba dispuesto a aceptarlo.
Aunque existían muchas señales, no me quedó claro lo defectuosa que era nuestra relación hasta que se hizo añicos. “Bueno”, dije, “supongo que debería irme ya”. Estaba orgullosa de cómo había manejado la situación, sin levantar la voz ni derramar una lágrima. Me colgué el bolso de un hombro y miré a mi alrededor para asegurarme de que era todo lo que había traído. No extrañaría su casa, con sus suelos sin barrer, sucios de arena para gato, y sus paredes plagadas de obras de arte hípster.
Se acercó a la puerta y me abrió, un gesto caballeroso poco habitual en él. Me miró con el labio inferior sobresaliente, como niño pequeño al que se le negó un dulce, y dijo que nos tomaríamos una pausa.
Desconcertada, asentí y salí hacia mi auto.
Me alejé bajo el ardiente sol de Nuevo México.
Por lo que sé, el rompecabezas de degradado naranja se quedó inconcluso en la barra de su cocina. Pero mi rompecabezas personal, aunque carente de piezas y de una visión del producto final, estaba por fin completo.
Todos recurrimos a Google cuando necesitamos orientación, ya sea para preguntar cuántas onzas caben en una taza o cómo salir de una relación asfixiante. Mi novio, al buscar una respuesta a su problema, me liberó por fin del mío.
Kassia Oset es escritora en Cleveland.